Los templos Sijss, los palacios de los marajás reconvertidos en hoteles de lujo, el avistamiento del tigre salvaje en un safari a lomos de un elefante o el bullicio de las calles que retuercen en intrincados laberintos, evocan para el autor esa India Milenaria que transporta “a un cuento antiguo”.
Llegar de Europa y, una hora después de aterrizar en Amritsar, encontrarse en el Templo de Oro, lugar santo del sijismo, es zambullirse en otro siglo. Al viaje geográfico se superpone el viaje en el tiempo y la experiencia sacude los sentidos. Es como entrar en un cuento antiguo: los hombres lucen largas barbas, turbantes de colores y florecientes bigotes; sus mujeres, saris multicolores, y los niños llevan el pelo recogido en un moño.
Todos circulan alrededor del estanque sagrado y hacen cola para ver cómo un anciano orea, en el interior del templo, los versos del manuscrito original del Grant Sahib, el libro santo de los sijs, con un abanico de cola de yak. No se oye el barullo del tráfico rodado y el ambiente de serenidad es sobrecogedor. Aquí no existen las clases ni las castas ni las diferencias entre los hombres. Los sijs llevan siglos luchando contra la discriminación, el maltrato a las mujeres y la desigualdad.
Hoy en día, el símbolo de su éxito lo representa la trastienda del Templo de Oro, allí donde se cocina 24 horas al día siete días a la semana para dar de comer a quien lo desee, sin distinción de credo, raza o nacionalidad. Sirven nada menos que 70.000 comidas a la semana gracias a la contribución voluntaria de mucha gente.
En las cocinas donde se ven las cacerolas más grandes del mundo se respira alegría y cordialidad. No hay desorden ni gritos. El lugar es impoluto. Los pobres de la región disfrutando de su plato caliente es la imagen viva de la prédica del Gurú Nanak: “Es religioso quien considera a todos los hombres como sus iguales”. Este es un lugar para reconciliarse con la humanidad. En la India, no es el único.
Otro Amritsar
Amritsar, que hasta hace quince años tenía el encanto de las ciudades pequeñas, se ha transformado en una urbe moderna y bulliciosa. Me cuesta reconocerla. Pregunto si sigue en pie el hotel de la señora Bhandari, un clásico en el que me hospedé varias veces, y me dicen que sí, pero que ha cambiado mucho desde la muerte de aquella legendaria patrona.
“Ya no es para usted”, me dice el chófer con aire circunspecto. No puedo quejarme del lugar donde nos lleva, el magnífico hotel Taj Swarma, cuyo restaurante chino merece los mayores elogios. Miro por la ventana y de pronto no sé si estoy en la India: frente al hotel se levanta un inmenso centro comercial con todo tipo de franquicias que suenan de lo más familiar. Es como un golpe que me devuelve al mundo que he dejado atrás.
El cambio en la India es abismal, consecuencia del crecimiento económico, el segundo mayor del mundo. Todo está en obras: puentes, cruces de autopistas, túneles, estructuras de acero y hormigón que se alzan al cielo envueltas en una sempiterna nube de polvo. Los embotellamientos están a la orden del día. Hay más contaminación y menos pobreza que antes.
Quise volver a Kapurthala, la ciudad donde vivió Anita Delgado, la mujer española del marajá Jagatjit Singh. Las casas en la calle donde vivían familiares de los que habían trabajado en el palacio del marajá (y que me contaron muchos detalles que acabaron en Pasión india) han sido demolidas y en su lugar han surgido villas modernas y ostentosas. El famoso palacio del marajá, copia de las Tullerías de París y que bautizó pomposamente con el nombre de l'Élysée, es hoy una escuela militar que ya no dejan visitar. Cuestión de seguridad, me dicen.
Me quedé contemplándolo desde lejos. Con su tejado abuhardillado y cubierto de pizarra, su porche sostenido por parejas de columnas y sus 108 habitaciones, es descomunal para el tamaño de la ciudad. Solo tiene proporción con la vanidad del marajá. Hay que hacer acopio de imaginación para transportarse a la época de Anita Delgado, cuando una doble hilera de elefantes se extendía hasta el porche de la entrada, en perfecto orden de formación, para darle la bienvenida a ella y a su marido.
En aquella época, quinientos jardineros mantenían el parque, plantado de cipreses y de macizos llenos de flores. Hace quince años pude visitar el interior. Conservaba salones con techos finamente esculpidos y repletos de objetos y muebles: enormes porcelanas de Sèvres, copias de tapices gobelinos y alfombras de Aubusson.
Y también algún detalle que resucitaba fugazmente a la española: un diario escrito de su puño y letra dentro de una vitrina, un cartel de una corrida de toros de 1920, un mantón de Manila, un cuadro de su hijastro, que fue el gran amor de su vida... ¿Qué habrá sido de aquellos objetos? ¿Se habrá apagado el brillo del parquet, de fina marquetería en varios tonos? Anita Delgado decía que brillaba tanto de lo pulido que estaba, que los sirvientes se miraban en él para ajustar sus turbantes.
Jaipur y Udaipur
Suena mi móvil. Una llamada de España. Es mi vieja amiga Elisa Alday, dueña de Geográfica XXI, una pequeña agencia de viajes especializada en Asia. Quiere saber si vale la pena el desvío a Kapurthala para organizar el viaje que estamos preparando. Le digo que no.
Afortunadamente, Jaipur y Udaipur mantienen su eterno atractivo. Están en una región, Rajastán, que sigue siendo un mundo aparte; o mejor dicho, otro mundo. Yo lo llamo “la Andalucía de la India”. En la pequeña ciudad de Pushkar todavía se celebra, una vez al año durante la luna llena de noviembre, una feria que reúne a doscientos mil camellos y caballos, el mayor mercado de animales del mundo.
Y esto ocurre a escasos kilómetros del lugar donde se encuentra una estación espacial y un campo de pruebas nucleares. La India sigue teniendo un pie en el siglo XII y otro en el XXI, es parte de su encanto. ¿Pero cuánto tiempo le queda antes de volcarse definitivamente en la modernidad?
Ya no se ven elefantes nupciales enjaezados de rojo y oro en las calles de Jaipur; ni camellos con tatuajes negros de henna, apenas algunas vacas y caballos. El polo a lomos de elefante ha sido prohibido como deporte, resultado de las presiones de grupos animalistas. En el año 2000 no podía imaginar que el partido al que asistí, invitado por el marajá Bawani Singh, sería uno de los últimos en celebrarse. Aquel día, la frase de Kipling “Dios creó a los maharajás para dar un espectáculo al mundo” seguía tan vigente como antaño.
Jaipur nació del capricho del antepasado de aquel marajá, el príncipe Jai Singh II, que después de abandonar la antigua capital de Amber en 1670 mandó al pueblo construir una ciudad nueva que había vislumbrado en sus sueños de opio. La encargó como si hubiera encargado un traje, una joya o un turbante.
El pueblo se puso manos a la obra y Jaipur surgió como por encanto, grande y espaciosa, con avenidas largas y rectas, algo inhabitual en la India. En seguida suscitó la admiración de los europeos que la descubrían, y eso que todavía no era La ciudad rosa de los folletos turísticos. Fue pintada de su famoso color en 1876, para celebrar la visita del príncipe de Gales.
Hoy todo sigue siendo color rosa: las casas, los arcos, las cúpulas, los minaretes de las mezquitas... ¡y las estaciones del Metro, que está a punto de inaugurarse! Pero en sus abigarradas calles del centro sigue desfilando un flujo incesante de hombres y mujeres, príncipes y mendigos, vestidos de seda o en harapos, todos exhibiendo turbantes, saris y trajes que forman un auténtico festival de colorido, como si el pueblo tomase así su revancha sobre el único color impuesto por el marajá del siglo pasado. Qué pena que el aumento del tráfico rodado haya alterado el ambiente. Ha dejado de ser esa ciudad casi rural cuyo ritmo latía al son de otra época.
Jaipur tiene una vitalidad desbordante. En la calle de los canteros, en el bazar de los tejidos y en el mercado de las flores, multitud de pequeños artesanos fabrican de todo, desde juguetes de madera hasta piezas para la industria aeronáutica. Hay mucho que ver, desde el observatorio astronómico fundado por un marajá enamorado de las estrellas y que dio a la ciencia una contribución reconocida por las sociedades occidentales, hasta el Palacio de los Vientos, una intrigante fantasía arquitectural que permitía a las mujeres contemplar el espectáculo de la calle sin ser vistas; desde el Museo del City Palace, palacio del actual marajá, hasta el fuerte de Amber, a ocho kilómetros de la ciudad, donde existe el único aparcamiento de elefantes que he visto en el mundo.
Y el colofón de un día en Jaipur está en dejarse caer en uno de los sillones del porche del hotel Rambagh, antiguo palacio espléndidamente restaurado y mantenido, donde todas las tardes una orquesta india toca unos ghazals (baladas de amor de origen persa) en el césped mientras el Sol se pone al fondo del parque. El zureo de las palomas, la visión de los pavos reales que van a beber a la fuente de mármol, el olor a panecillos recién hechos... todo en el Rambagh evoca el pasado de los príncipes que lo habitaban.
La ciudad blanca
En contraste con La ciudad rosa, Udaipur, 115 kilómetros más al oeste, es La ciudad blanca. Surge como una joya centelleante, con fondo de colinas recubiertas de vegetación, árboles frondosos de largas hojas verdes, lagos cercenados por diques de mármol, palacios blancos que se reflejan en las aguas.
Es la más romántica de las ciudades indias. Aquí no existe una plaza fortificada que evoque un pasado guerrero sino los más refinados palacios, entre los que destaca el City Palace, cuyo interior forma un inmenso dédalo de salones, de escaleras, de patios, de jardines y de azoteas. Una parte alberga un museo excepcional, otra la ocupa la familia del actual marajá (que aquí lleva el título de maharana), y la tercera ha sido transformada en un maravilloso hotel, el Fateh Prakash.
El Taj Lake Palace
Desde las habitaciones que dan al lago Pichola se puede ver el antiguo palacio de verano de la familia real, otro edificio de ensueño, blanco, una isla en medio del lago. Hoy es el hotel más conocido de Asia, el Taj Lake Palace. Se accede a él desde el muelle del palacio, en barcas que están todo el día yendo y viniendo. El marahana Arvind Singh Mewar ha sabido convertir la suntuosidad de sus antepasados en un negocio moderno y rentable.
Nos recibe por la tarde en uno de los salones cuyas paredes están recubiertas de retratos de sus antepasados. Él no hace preguntas, es un príncipe afable y mayor que escucha y contesta, siempre con humor. Cuenta que no es fácil mantener el legado de la familia porque los edificios son vetustos, llenos de objetos que necesitan atención y reparaciones constantes.
Le comunico que me ha sorprendido ver cómo en las colinas de los alrededores de la ciudad, antes prístinas y donde merodeaban tigres, ahora se alza un templo enorme y se están construyendo varios edificios horrorosos. Me mira y alza los hombros. “Es el precio del desarrollo”, dice. Es cuando le hablo de Carmen Lomana cuando se le ilumina la mirada. Se enamoró de ella unos años atrás. Ya me hubiera gustado que Carmen hubiera aceptado sus avances... estaría ahora escribiendo una secuela moderna de Pasión india.
Los marajás de la India saben que ellos son los mejores garantes de la tradición. ¿Quiénes mejor que ellos van a cuidar de los tesoros acumulados por sus antepasados? Y son tesoros que harían palidecer de envidia a muchos museos occidentales. En una parte del hall del hotel Fateh Prakash, el maharana ha montado el museo de cristal, una colección de vajillas antiguas y de objetos de cristal tallado importados de Europa a principios del siglo pasado.
El Jardín del Edén
Un viaje a la India de los marajás no estaría completo sin un avistamiento de tigres. En un país que ha pasado de tener 250 millones de habitantes en 1947, cuando la Independencia, a 1.340 millones setenta años después, la presión demográfica sobre el ecosistema es tan brutal, la demanda de tierra para cultivar tan enorme, que la existencia del tigre, un animal que necesita 25 kilómetros cuadrados de territorio por ejemplar adulto para vivir y reproducirse, es un lujo muy difícil de mantener. ¡Pobre tigre! Desde 1900, su población ha disminuido en un 95%. Según las estadísticas, hoy quedan unos 3.500 tigres salvajes en la India. Es muy probable que dentro de unos años no quede ni uno. Por eso hay que darse prisa.
El hotel de Bhandavgarh, en la linde del Parque Natural que antiguamente formaba parte del territorio del marajá de Rewa, se compone de tiendas confortables y hasta lujosas. Al amanecer, salimos en Jeep a recorrer la reserva. Durante cinco horas no vemos más que elefantes, gacelas y muchos pájaros. Es como el jardín del Edén: lagos, colinas, selvas, zonas pantanosas... y una flora muy interesante: por primera vez veo cómo una planta carnívora (Drocera peltata) se zampa a una mosca.
Durante dos días exploramos la reserva en todoterreno. El último día, ascendemos por un camino a lo alto de una meseta poblada por las ruinas de la antigua ciudad de Rewa, abandonada por sus habitantes en 1617 y hoy invadida por la maleza. El paisaje es sublime: un océano de selva. Vemos buitres, monos, hienas, jabalíes y antílopes.
Por la tarde hacemos un recorrido a lomos de elefante, un lujo que pronto dejará de ser posible por una nueva regulación sobre el trabajo animal. Entonces ocurre el milagro. El elefante se pone nervioso, y el mahout (el conductor) guía al elefante hacia la linde del bosque, dándole suaves patadas en la frente. De pronto, aparece una tigresa con tres crías, que juegan alrededor de la madre.
Estamos largo rato contemplando esa escena íntima y familiar cuando llega el señor de la casa, un soberbio tigre que nos mira desde un promontorio. Se hace un completo silencio, los elefantes se quedan inmóviles, solo se oyen los ruidos de la selva. Cuando el tigre decide acercarse a su pareja y deja que las crías jueguen entre sus patas, se relaja el ambiente. Por mucho que esas escenas se vean en televisión, no tiene nada que ver con la emoción de la proximidad física.
Hyderabad, para soñar
Como guinda de este viaje de ensueño nos espera Hyderabad, la antigua capital de los Nizams, esos príncipes tan excéntricos que todavía hacen soñar a los habitantes actuales. El último antes de la Independencia era el hombre más rico del mundo, y el más avaro también.
Remendaba sus propios calcetines y recogía colillas del suelo para liarse sus cigarrillos. Pero era un romántico. A Anita Delgado le regaló un cofrecito rebosante de piedras preciosas en agradecimiento por haber posado vestida de musulmana ante su fotógrafo particular. Aquella escena ocurrió en el palacio en el que ahora nos alojamos, el Falaknuma Palace, construido en un promontorio desde donde se divisa toda la ciudad.
Hoy es considerado uno de tres mejores hoteles de la India. Una legión de artesanos ha tardado quince años en restaurarlo y el resultado es espectacular. La sala de banquetes para cien invitados está puesta como si fuera a llenarse de pronto de oficiales coloniales ingleses y de familias de marajás.
Este es un lugar para soñar con la India que fue, un remanso de paz en medio de una ciudad bulliciosa, un laberinto de callejuelas impregnadas de cultura urdú donde todavía se celebran recitales de poesía al aire libre. Una ciudad que bien podría ser el símbolo de la nueva India, un país llamado a convertirse en una de las grandes potencias del futuro.
A escasos kilómetros del fuerte de Golconda, un complejo de ruinas enorme que evoca las antiguas dinastías musulmanas, detrás de los bazares que abren hasta altas horas de la noche se levanta un barrio de edificios de cristal y acero, un polo tecnológico que concentra las industrias más punteras del país, entre las que se encuentran empresas de investigación en farmacia y biotecnología.
No es Silicon Valley sino el Valle del Genoma, como se conoce este barrio poblado de ingenieros, biólogos e informáticos donde se hace la ciencia del futuro mientras se oye el canto del muecín, que puntualmente llama a la oración desde el minarete de la gran mezquita.